Según su etimología, la palabra “Miniatura” procede del latín minare, que significa “recubrir con minio”, un metal de color rojizo-anaranjado que procede de la combustión del blanco de plomo. Se utilizó en la antigua Mesopotamia para las pinturas murales y luego en los manuscritos iluminados de la Edad Media. La miniatura es un cuadro pequeño, cuya representación precisa exige el gesto lento del monje copista, inclinado sobre su obra, como un orfebre de lo minúsculo.
Es esta misma delicadeza, esta misma lentitud y luminosidad, la que aflora en las fotografías de Pentti Sammallahti. Desde los vastos desiertos del Mar Blanco de Solovski, en Rusia, hasta los densos bosques de Europa Central poblados de animales improbables, pasando por los confines del mundo, cada imagen es una pequeña historia, una fábula, una leyenda que dice en pocas palabras que basta con ver para que exista la belleza. De lejos o de cerca, Sammallahti sabe dar a cada detalle, por tenue que sea, un papel preponderante en sus Miniaturas, tan esencial como una nota musical en una partitura. Su mirada escarba en lo visible desde dentro y saca a la superficie del mundo estas pequeñas partículas autóctonas, como el polvo de carbón, más ligeras que el aire.
Las formas tienen lugar, sus frecuencias se ajustan entre sí y tejen extrañas correspondencias que cristalizan para desaparecer inmediatamente.
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